Hay una serie titulada “vivir sin permiso” donde se puede ver la fortaleza de una mujer de resistir la presión que ejerce sobre ella su propio padre, narcotraficante camuflado de empresario de éxito.
El perfil de esta mujer que vive en la pobreza y cuya madre acaba de morir, no es habitual. Sin embargo es deseable y se dibuja como un personaje heroico que nos puede servir para ilustrar el proceso de empoderamiento.
Cuando una persona ha sido víctima de la desigualdad, de la violencia y del sometimiento a causa del ejercicio del poder de otras personas de forma degradante, las consecuencias no pasan desapercibidas y se alejan mucho del prototipo de heroína que nos ofrece esta serie.
Lamentablemente las huellas de la violencia limitan la expresión de la propia identidad y muestra perfiles psicológicos que constantemente sitúan a las personas alrededor en la encrucijada de aconsejar, orientar y muchas veces de aprobar (o desaprobar) aquello que proponen. Es decir, son personas que a ojos de los demás, dan la impresión de pedir permiso y esperar la aprobación continua de cualquier cosa que dicen, piensan, sienten o hacen.

Terminan también con frecuencia manifestando sintomatología depresiva en mi opinión a causa de la imposibilidad de desarrollar su potencia e imprimir su energía vital en proyectos ilusionantes. Es como si les faltara algo imprescindible para “poder” hacer algo con éxito. Han perdido el poder, o lo que es igual han acabado por acostumbrarse a vivir en la impotencia.
Han aprendido que no tienen poder y no piensan siquiera en la posibilidad de que eso puede cambiar, que no tiene por qué ser así, que no es una característica innata inamovible, un rasgo de carácter con el que han nacido. Y lo peor es que durante muchos años y aún hoy se considera que es muy difícil, cuando no imposible cambiar esta situación cuando esto no es así, en absoluto.
La situación que acabo de describir, poco tiene que ver con la herencia genética que define el color de nuestro cabello por ejemplo. De hecho cuando se recibe una escucha honesta, activa y empática que nos ayuda a ampliar el foco se recobra la confianza en la vida, en la capacidad de establecer relaciones sanas, de darse cuenta y limitar las tóxicas. Se empieza a creer en las propias capacidades, se recobra el “poder” y se sale de la situación de falta de energía crónica en la que se había aprendido a vivir.
Esto es así porque el proceso de darse cuenta de cómo ocurren estas cosas despenaliza a las víctimas, elimina la vergüenza y moviliza el dolor que se produce cuando una herida encapsulada se abre para limpiarse desde dentro. De esta manera, el dolor deja de ser difuso y sin sentido y toma rumbo dirigido a una salida. Este proceso no tiene vuelta atrás, desbloquea la capacidad de aprendizaje y dirige la mirada a la búsqueda de sentido de la vida poniendo en valor la propia historia, la pasada y también la que está por escribirse.
La transformación es de fuera hacia adentro. De hacerse cargo de las necesidades de todo el mundo a responsabilizarse de la propia vida; de dar pena, a dar alegrías, de parecer personas indefensas a afirmar quiénes son y qué quieren llegar a ser, de pensar que no hay salida a abrirse hueco…
Parafraseando a Mary Shelley, no se trata de tener poder sobre nadie sino sobre una misma.
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